sábado, 27 de septiembre de 2008

Un Cuento Para Dormir


CUENTO PARA MAYORES

Una mañana cualquiera de julio, tras un sueño intranquilo y como quien amanece con una espinilla nueva, Edgardo despertó convertido en ciudadano. Así, como por arte de magia, de pronto ostentaba 18 años; podía empilucharse en público para obras de arte, podía casarse, comprar neoprén, arrendar películas porno (en teoría, porque no tenía ni un veinte), debía asumir responsabilidad penal plena, debía hacerse cargo de lo que firmaba, debía inscribirse para votar, para el servicio militar, ser un “ciudadano útil a la patria”. Una infinidad de deberes, más que los poderes. Más encima ninguna de las nuevas posibilidades que se le abrían con 18 años le interesaba: no le atraía en absoluto empilucharse en público (con ese frío de julio, por lo menos, no), no pretendía ni creía que hubiera alguien que lo aguantara para casarse, por ahora no necesitaba neoprén (le bastaba con el Stic-fix y el scotch de olor rico). La única posibilidad que lo atraía era la de coleccionar los “libros del ciudadano”, idea que rechazó por parecerle muy tonta a su primo Sergio Remiso.

Su primer deber como ciudadano de voluntad propia fue quedarse en la cama tapado entero. No hubo poder humano que lo sacara de ahí.

Recordó la tarde de hacía ya 4 años (el 22,2% de su vida) en que fue a sacar su primer carné de identidad (sugerente: “de identidad”, como si te ayudara a encontrarte “por la senda de la vida” o algo así). Llegó ante la especie de mesón que servía para brindar atención en el registro civil de Penco. Un caballero flaco, pelinegro y con la mirada más demoníaca que jamás había visto (después vio muchas peores) lo atendió.

- Buenos días- saludó Edgardo, en busca de algún gesto que le asegurara o por lo menos le diera la esperanza de que aquel hombre no pretendía asesinarlo.

- Buenas tardes- corrigió el demoníaco. A Edgardo le hubiese gustado decirle: “no, ‘buenos días’; es que yo quiero que pase todo el día bien, no sólo la tarde”, pero sería como sacarle la madre. Con el genio que se gastan los funcionarios públicos. Nunca le achuntaba al saludo.

- Necesito sacar mi carné.

- Tu carné…- Comenzó a decir automáticamente. Se puso nervioso y murmuró unas palabras mientras se movía de un lado a otro y Edgardo no le entendió un carajo, así es que asumió que debía pasar la plata. El demoníaco se la recibió. Así Edgardo aprendió como se solucionan las cosas entre ciudadanos, conocimiento práctico muy utilizable en el diario vivir. Recordó el preciso instante en que estampó su chora firma en el hoyo picante de un carné viejo que servía como delimitador (“será muy chora tu firma, mijo, pero de aquí no te puedes pasar”); también recordó la cara de aquel hombre cuando se le cayó la mano con los dedos manchados con la tinta de huellas dactilares en el pulcro y reluciente mesón. Y ahora que no iba a poder andar estampando su firma así como así en documentos, como quien caricaturiza un pene en un baño público.

- ¿Y tú no piensas levantarte hoy?- le gritó desde el comedor su mamá. Edgardo no contestó; consideró que así no se le hablaba a un ciudadano.

- Pueden nivelar sus estudios dentro y una vez fuera, les buscamos su profesión y los dejamos trabajando- decía el militar que fue una mañana al colegio con el cantón de reclutamiento, como si hacer el servicio fuera la papa de la vida. Edgardo se inscribió en breve, no precisamente encandilado por la idea, sino para evitarse futuros trámites. “Útil a la patria” les llaman a esos muchachos. Edgardo toda su vida anheló ser un inútil a la patria. “La patria”, como si fuera una cosa concreta, un imperio… ni siquiera “una” sino “la” patria; y pensar que era una cuestión sin patas ni cabeza.

- A la patria es más factible serle útil no siendo militar- le dijo alguna vez su padre, Sebastián.

- ¿Qué quieren ser cuando grandes?- les preguntó la tía del kinder.

Edgardo nunca tuvo la vocación necesaria para estudiar bachillerato, por lo tanto aquel día que fueron de la U. a dar una charla informativa a su colegio, aceptó el folleto informativo sin mucho interés. “Bachillerato” decía en lo alto, y bajo el nombre un presumible profesor rodeado de alumnos sonrientes, alegres porque no se deciden de una vez que quieren hacer de su vida.

Parecía que ayer había sido cuando lo llamaron para que se entrara a la casa a estudiar y tuvo que dejar a medio hacer la casa-club secreta, pretendiendo retomar su construcción. Pero no fue ayer; fue hace ya algunos años. La casa secreta no la terminó nunca y después de acostarse no se despertó hasta ahora, convertido de pronto en ciudadano.

Todavía está tapado, tratando de decidirse a levantarse.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

creo que no entendì el final :B

Anónimo dijo...

tú lo escribiste???

Gilda Alondra dijo...

abbita tu lo escriste?..
si es asi me gusto...xD
nos vemos mañana en el liceo

beosos

adios